Diana de Solares: Homage to the Triangle
Situarse ante las obras de Diana de Solares no es solamente un acto de pura observación visual, sino que supone el instalarse dentro, y ser parte, de un proceso creativo en marcha, que tiene un antes en sus entornos vitales y principalmente en el silencio de su taller, y un durante y un después en la percepción sensitiva y espiritual de quien, a posteriori, contempla, experimenta y transforma. Todos estos momentos son estrictamente necesarios para que la obra se complete, para que sea “obra” en toda su dimensión.
Diana lo ha señalado en diversas ocasiones: para iniciar ese proceso precisa de numerosos y variados estímulos exteriores, que explora y encuentra con suficiencia en la ciudad que habita, Antigua Guatemala. Esa fase consiste en tomar plena conciencia de aquello que la rodea, de una manera no solamente visual sino, sobre todo, física, e ir descubriendo, a partir de la intuición, interrelaciones entre todos esos elementos, que más adelante supondrán el propio contenido de las obras. Así, desfilan ante su mirada y sus sentidos, y los nutren, la naturaleza, sus elementos y los fenómenos atmosféricos, fugaces, lentos y apenas perceptibles; utensilios populares que distingue y a veces recoge en las calles; el colorido de los mercados, las fiestas y los buses del extrarradio; la estructura y las tonalidades de la arquitectura vernácula, y todo tipo de objetos encontrados que son plausibles de pasar a formar parte de sus creaciones. En todo este proceso, Diana otorga un papel esencial al subconsciente, en tanto espacio de acumulación instintiva de experiencias sensoriales e intelectuales, pero que emergen a posteriori y son esenciales para concretar aquellas asociaciones. Nada es deliberado.
Componente basamental en estas obras es el color, ineludible al abordar la pintura. En sus inicios, a finales de los 80, Diana se mostraba cautelosa con su utilización. En Guatemala existía un prejuicio respecto de la seducción del color, ya que se asociaba al exotismo y al primitivismo del que buena parte de los artistas querían huir para no ser estigmatizados. Pero más adelante cayó en la cuenta de que necesitaba del color para conectar con el mundo porque el mundo es color: la concentración de gente, de cuerpos, su propio entorno, era color. El “color como un camino hacia un arte más humanista” del que hablaría Carlos Cruz Díez, que en su caso es también una geometría humanizada, nunca fría. Llegó a la convicción de que “un ente sin color es un campo divorciado de la vida humana, ya que en los colores habitamos”. Pero entiende que el color no es solamente algo que “está” sino que ocurre, procede de la vida, sucede por la luz, se clava en el subconsciente y emerge luego en toda su plenitud. Llevar el color a la estructura, o mejor dicho interpretarlo estructuralmente, ha sido una de las búsquedas y conquistas permanentes en la obra de Diana.
Retroalimentado ese corpus incesante de percepciones, ideas y colores, el siguiente paso consiste en que esos objetos y elementos, pura materia viva, interconectados y contaminados entre sí, atraviesen su filtro sensorial, emocional e intelectual, de una manera visceral, a fin de ser traducidos a un lenguaje estructuralmente abstracto, recurrentemente minimalista, desprovisto de detalles, que es inseparable de su temperamento. Estructura-abstracción-color. Este acto de “traducción” de sus mundos explorados no es inmediato: por el contrario, es producto de una paciente lentitud, que requiere de meditación, de un cuidado extremo. La misma ralentización y pausa que luego requerirá al espectador para penetrar en ellos.
No obstante, esa sensación de control que desprende esta secuencia del proceso, Diana admite un espacio constante para la improvisación, ya que sabe que en los accidentes suelen ocurrir maravillas. Deja por tanto abierta la puerta a nuevas visiones, inesperadas, insólitas y no planeadas. Conecta esto, en parte, con su concepto de “caos”, al que considera crucial para una convivencia armoniosa con la naturaleza y la transición hacia nuevos paradigmas.
Cuando trabaja en un proyecto o serie, en forma paralela al trabajo visual, las relaciones de colores, las espaciales y las formales, están ocurriendo simultáneamente a la construcción de las ideas. Al terminar la jornada de taller, el proceso sigue su desarrollo a nivel inconsciente. Es momento para la lectura —sobre el color, la percepción, la filosofía— y en ellas va encontrando esas sincronicidades, esa coincidencia temporal de acontecimientos a priori no relacionados pero convergentes semánticamente, de los que hablaba Carl Jung. Es su manera de comprender lo que está construyendo. Empieza a encontrar el sentido de los colores que está usando, de las proporciones, y de los tamaños de las piezas. Es su método para presentarse, pronunciarse o explicarse ante el mundo. Se trata pues de un trabajo de hallazgo, no tanto de producción post-planificación.
Aún en su estricta bidimensionalidad, las obras de Diana están sujetas al concepto de espacialidad. Para ella resulta del todo imprescindible concebir a sus obras, una vez construidas, funcionando dentro de un sitio específico, arquitectónico, que no solamente transforma los significados de aquellas sino también condiciona, junto a la mirada de quien las observa, su propia autonomía. Entiende que los espacios de exhibición deben activarse y convertirse en una suerte de teatro, un ámbito participativo y en donde se puede estimular la contemplación. La obra adquiere allí su total dimensión y genera, en cierta medida, una nueva obra. Porque, ya fuera del contexto del taller, no solamente están en un “espacio” sino que han encontrado un “lugar”, un ambiente, un ecosistema, y amplían su significación. Aquí radica uno de los empeños de Diana, el que la lleva a hacerse una y otra vez, de manera recurrente la pregunta clave, el motor de su proceso vital y creativo: ¿dónde estamos cuando estamos en el mundo?
La “intensificación” de la experiencia —nunca simplificación— reside intrínsecamente en el concepto abstracto y minimalista de la producción de Diana de Solares. El “menos es más” de Mies Van der Rohe. El reducir y sistematizar para llegar a la pureza de lo real. Un viaje a la semilla misma, para alcanzar la esencia. Inclusive, en casos, un tránsito hacia las culturas ancestrales, en las que son primordiales las formas geométricas, las que permiten conectar con la entraña, con el fondo de las cosas. El pasado que se vuelve presente.
La arquitectura y el espacio, la geometría y la estructura vienen construyendo, desde nuestros orígenes, nuestra racionalidad americana. Volcanes y pirámides dentro de un mismo hilo conductor sagrado. Dos montañas, una natural y otra creada por la mano humana. Lo supo ver, hace décadas, Josef Albers, iniciador de una tradición geométrica surgida de la reinterpretación de lo precolombino. A las pirámides Albers las “ve” y las re-crea desde lo alto (pero yendo también hacia abajo, al inframundo): un germen de su “Homenaje al cuadrado”. Diana hace un ejercicio similar con los volcanes, pero visualizándolos a pie de calle, y sistematizándolos cual si se tratase de “Homenajes al triángulo”, aunque viajando también hacia lo recóndito, buceando en su interior, transitando hacia el núcleo, alcanzando una alta densidad simbólica.
Con los volcanes, Diana retomó el espíritu de algunas de las obras que había exhibido en 2017 en la muestra “Vulcanidad / Vulcanicity”, algo que vislumbró que valía la pena seguir explorando, en una secuencia permanente de erupción e irrupción. Como escribía Alma Ruiz en el catálogo de aquella muestra, “Más que referirse directamente al volcán, Diana utiliza su figura como una metáfora que cubre una obra vibrante, con ángulos agudos, vertientes, declives, picos y tensiones entre líneas, formas y colores que igual forman parte de un paisaje, su paisaje personal”.
El resultado final es el de un díptico: dos volcanes que se encuentran, que se vinculan por sus vértices y crean un territorio común. La conformación de estos dípticos es producto justamente del hallazgo, de las fusiones que hace a través de líneas, triángulos, relaciones espaciales y colores. El concepto de dualidad, de dos mundos que se encuentran, es permanente, y así es como se produce también un acercamiento y encuentro entre el ámbito del high-end, que visualiza fundamentalmente a través de revistas de diseño y de arquitectura, y lo popular, con lo que convive diariamente. En ambos está absolutamente inmersa y le interesan al mismo nivel.
Los tiempos de la pandemia, a su juicio, agudizaron sensiblemente su percepción de la naturaleza. Una naturaleza en constante cambio y transfiguración. Y una percepción en la que privilegia ciertos sonidos, de los que es consciente y de manera constante. Sonidos que pasan desapercibidos y que emergen del propio movimiento de la naturaleza: los del jardín, los que produce la agitación de los árboles, de las plantas, el soplo del aire, los sonidos de los volcanes. Un paisaje que se graba en el subconsciente, y que, junto a los otros elementos, a las arquitecturas naturales y a las producidas por la mano humana, lo asume visualmente, lo internaliza y lo regurgita a través de las obras. Y potencia su herramienta esencial: su sentido del espacio.
También en los simbolismos generados en todo este proceso creativo de fechas más recientes se empezó a manifestar una propensión hacia un lugar más espiritual que corporizado. Empezó a trabajar con revistas que acumulaba en su taller, a recortar, a combinar, y finalmente producir un amplio corpus de collages, de carácter marcadamente cósmico, atmosférico y espiritual. Justamente todo lo contrario a lo terrenal, paradójico cuando Diana siempre se sintió arraigada a la tierra por el apego a los materiales más que a los conceptos. Entre ellos está el collage en el que Henrique Faría supo ver las heliconias de su jardín, algo que ella no pensó en origen, pero donde entrevió la lógica del subconsciente. Es una obra compuesta casi exclusivamente por formas triangulares. Una obra totalmente abstracta, pero en la que es posible identificar elementos reales.
La noción de collage es esencial para comprender en toda su dimensión el trabajo de Diana, ya que en ella se cristaliza su vinculación con el mundo. Su oficio radica en la labor de juntar cosas dispersas, que no se ven afines, y el desafío consiste en buscar la manera de amalgamarlas, de que encajen a través de alguna analogía, tarea que le seduce inclusive desde un punto de vista humanístico. Porque, convincentemente, Diana de Solares concibe el mundo como un collage, y así persigue la generación de nuevas energías, partiendo de la fragmentación de las formas, y de la activación de éstas a través de combinarlas y ensamblarlas mediante cánones abstractos. Si, como bien dice ella, “un ser vivo es una construcción de fragmentos”, en definitiva, todo el largo proceso de su obra no es más que un camino para generar nuevos entes y con ellos presentarse al mundo.